HYPOMNEMATA

Los hypomnemata eran cuadernos de escritura: en ellos se encontraban citas, fragmentos de escrituras o pensamientos del propio espíritu. Constituían una memoria material de las cosas leídas, oídas, pensadas, y se atesoraban en esas páginas desordenadas, heterogéneas. Se trataba de un ejercicio en el pensamiento que no tenía como fin el decir lo indecible, sino captar lo ya dicho, de reunir lo leído. Eran escrituras sobre lecturas, y el fin de las mismas, la constitución de sí mismo. Era una escritura que posibilitaba la transformación de la verdad que nos damos a nosotros mismos. Una escritura que constituía con las propias palabras y las de otros un "cuerpo", como el propio cuerpo de quien, al transcribir sus lecturas, se las apropia y hace suya su verdad.







martes, 31 de marzo de 2009

todavía un niño


desde la piel-experiencia
todavía somos niños
no en el fondo de la memoria
ese hueco cavado al que nos reducimos

en el cuerpo llevamos un niño
en la boca
donde las palabras prontas a nombrar
buscan el territorio de lo imposible
decir lo que no ha sido dicho
también callar
lo que tiene al silencio como destino
foto: g. colbert

sábado, 7 de marzo de 2009

Ampliaciones

(En Walter Benjamin, Dirección única, Madrid, Alfaguara, 1987)

Lo que sigue solamente puede ser dado a leer. A quienes puedan recordar esa perspectiva infantil, a quienes todavía la conserven.



NIÑO LEYENDO



En la biblioteca escolar te dan un libro. El reparto se efectúa en los cursos elementales. Sólo de vez en cuando te atreves a formular un deseo. A menudo ves con envidia cómo los libros ardientemente deseados van a parar a otras manos. Por fin te traían e tuyo. Durante una semana quedabas totalmente a merced de los vaivenes del texto que, suave y misterioso, denso e incesante, te iba envolviendo como un torbellino de nieve. En él entrabas con una confianza ilimitada. ¡Silencio del libro, cuyo poder de seducción era infinito! Su contenido no era tan importante. Pues la lectura coincidía aún con la época en que tú mismo inventabas en la cama tus propias historias. El niño intenta seguir sus trazas ya medio borradas. Se tapa los oídos al leer, su libro descansa sobre la mesa, demasiado alta, y una de las manos está siempre encima de la página. Para él, las aventuras del héroe se han de leer todavía entre el torbellino de las letras, como figura y mensaje entre la agitación de los copos. Respira el mismo aire de los acontecimientos, y todos los personajes le empañan con su aliento. Entre ellos se pierde con mucha más facilidad que un adulto. Las aventuras y las palabras intercambiadas le afectan a un grado indecible, y, al levantarse, está enteramente cubierto por la nieve de la lectura.



NIÑO QUE LLEGA TARDE



El reloj del patio del colegio parece estropeado por su culpa. Daba “las demasiado tarde”. Y por las puertas de las aulas ante las que él se desliza sigilosamente, llega, hasta el pasillo, un murmullo de secretos conciliábulos. Allí detrás, maestros y alumnos son amigos. O bien todo guarda silencio, como en espera de alguien. Imperceptiblemente pone su mano en el pomo. El sol inunda el lugar donde él está. Y él profana el joven día y abre. Oye matraquear la voz del maestro como la rueda de un molino; se halla ante la piedra de moler. El matraqueo de la voz mantiene un ritmo, pero los mozos molineros lanzan ya toda su carga sobre el recién llegado; diez, veinte pesados sacos vuelan hacia él, y tiene que cargarlos hasta el banco. Cada hilo de su abriguito está cubierto de polvo blanco. Como un alma en pena a media noche avanza haciendo ruido a cada paso, pero nadie le ve. Una vez en su sitio, se pone a trabajar en silencio, junto con los demás, hasta que toca la campana. Mas no encuentra dicha alguna.






NIÑO GOLOSO


Por la rendija de la despensa, apenas entreabierta, penetra su mano como un amante en la noche. Una vez hecha a la oscuridad, busca a tientas azúcar o almendras, pasas o confituras. Y así como el amante abraza a su amada antes de besarla, también el tacto tiene aquí una cita con estas golosinas antes de que la boca saboree su dulzor. ¡Con qué zalamería se entregan la miel, los montoncillos de pasas e incluso el arroz a la mano! ¡Qué encuentro tan apasionado en de estos dos, libres al fin de la cuchara! Agradecida y fogosa, como si la hubieran raptado de la casa paterna, la mermelada de fresas se rinde sin panecillo, dejándose saborear a la intemperie, como quien dice, y hasta la mantequilla responde con ternura a las audacias de ese pretendiente que ha interrumpido en la alcoba a la doncella. La mano, joven Don Juan, no tarda en penetrar en todas las celdas y los aposentos, dejando tras de sí un reguero de frascos y montoncillos derramados: virginidad que se renueva sin quejarse.

NIÑO MONTADO EN EL TIOVIVO



La plataforma con los solícitos animales gira casi a ras del suelo. Tiene la altura ideal para soñar que se está volando. Ataca la música, y el niño se aleja, dando tumbos, de su madre. Al principio tiene miedo de abandonarla. Pero luego advierte lo fiel que es a sí mismo. Cual fiel soberano, gobierna desde su trono un mundo que le pertenece. En la tangente, árboles e indígenas hacen calle. De pronto, en algún oriente, reaparece la madre. De la selva virgen surge luego la copa de un árbol tal como el niño la vio hace ya milenios, tal como acaba de verla ahora en el tiovivo. Su animal le tiene afecto: cual mudo Arión va el niño montado en su pez mudo, un toro-Zeus de madera lo rapta como a una Europa inmaculada. Hace ya tiempo que el eterno retorno de todas las cosas se ha vuelto sabiduría infantil, y la vida, una antiquísima embriaguez de dominio con el estruendoso organillo en el centro, cual tesoro de la corona. Al tocar éste lentamente, el espacio empieza a tartamudear y lo árboles, a volver en sí. El tiovivo se convierte en terreno inseguro. Y aparece la madre, ese poste tantas veces abordado, en torno al cual el niño, al tocar tierra, enrolla la amarra de sus miradas.



NIÑO DESORDENADO


Cada piedra que encuentra, cada flor arrancada y cada mariposa capturada son ya, para él, el inicio de una colección, y todo cuanto posee constituye una colección sola y única. En él revela esta pasión su verdadero rostro, esa severa mirada india que sigue ardiendo en los anticuarios, investigadores y bibliófilos, sólo que con un brillo turbio y maniático. No bien ha entrado en la vida, es ya un cazador. Da caza a los espíritus cuyo rastro husmea en las cosas; entre espíritus y cosas se le van los años en los que su campo visual queda libre de seres humanos. Le ocurre como en los sueños: no conoce nada duradero, todo le sucede, según él, le sobreviene, le sorprende. Sus años de nomadismo son horas en la selva del sueño. De allí arrastra la presa hasta su casa para limpiarla, conservarla, desencantarla. Sus cajones deberán ser arsenal y zoológico, museo del crimen y cripta. “Poner orden” significaría destruir un edificio lleno de espinosas castañas que son manguales, de papeles de estaño que son tesoros de plata, de cubos de madera que son ataúdes, de catáceas que son árboles totémicos y céntimos de cobre que son escudos. Ya hace tiempo que el niño ayuda a ordenar el armario de ropa blanca de la madre y la biblioteca del padre, pero en su propio coto de caza sigue siendo aún el huésped inestable y belicoso.

NIÑO ESCONDIDO



Ya conoce todos los escondrijos del piso y vuelve a ellos como a una casa donde se está seguro de encontrarlo todo como antes. Siente el palpitar de su corazón. Contiene la respiración. Aquí está encerrado en el mundo de la materia, que le resulta prodigiosamente claro y se le acerca sin palabras. Del mismo modo, sólo entiende lo que son cuerda y madera aquél a quien van a ahorcar. El niño, de pie tras la antepuerta, se vuelve él mismo algo flotante, un fantasma. La mesa del comedor bajo la cual se ha acurrucado lo transforma en el ídolo de madera del templo cuyas columnas son las cuatro patas talladas. Y detrás de la puerta será él mismo puerta, se la pondrá como una máscara pesada y, cual sacerdote-brujo, hechizará a todos lo que entren desprevenidos. No deberán encontrarlo en ningún caso. Cuando hace muecas le dicen que bastaría con que le reloj diera a hora para que él se quedara así. Lo que hay de cierto en ello lo sabe él en su escondite. Quien lo descubra, podrá dejarlo convertido en ídolo bajo la mesa, entretejerlo como fantasma en la cortina, para siempre, o encerrarlo de por vida en la pesada puerta. Por eso, cuando alguien que lo anda buscando le echa mano, él deja escapar, dando un fuerte alarido, al demonio que lo había transformado en todo aquello para que no lo encontrasen; por eso ni siquiera aguarda aquel momento, sino que se adelanta a él con un chillido de autoliberación. Por eso no se cansa de luchar con el demonio. El piso es, a todo esto, el arsenal de máscaras. Pero una vez al año hay regalos ocultos en lugares misteriosos, en las vacías cuencas de sus ojos, en su boca petrificada. La experiencia mágica se vuelve ciencia. Y, como su ingeniero, el niño deshace el encanto de la lóbrega casa paterna y busca los huevos de Pascua.